Es la temporada
de lechugas en el valle de Salinas, una depresión en la región central de
California que produce alrededor del 70% de las hortalizas de hoja verde que se
comercializan en Estados Unidos. Por la mañana, una procesión de tráilers
cargados hasta los topes parte de las plantas de procesado del valle, rumbo al
norte, el sur y el este.
Mientras tanto, un camión
portacontenedor llega a la Estación de Transferencia de Sun Street, no lejos
del centro urbano de Salinas. El conductor se detiene sobre una báscula y a
continuación coloca el baqueteado contenedor sobre una plataforma de hormigón.
Un movimiento de palanca, un zumbido neumático, y 15 metros cúbicos de lechugas
y espinacas caen al suelo formando una pila de dos metros de alto. Envasadas en
cajas y bolsas de plástico, las hortalizas dan la impresión de estar frescas,
lozanas, inmaculadas, pero varios delitos las han condenado a acabar en el
vertedero: sus envases no contienen lo que deberían, o están mal etiquetados, o
no han sido correctamente sellados, o están rasgados.
Cualquiera diría que desperdiciar
semejante montón de comida es un pecado, incluso un crimen, pero la cosa no ha
hecho más que empezar. A lo largo de la jornada, la planta de transferencia
recibirá entre 10 y 20 cargamentos más de hortalizas perfectamente comestibles,
procedentes de las empresas productoras-envasadoras de la zona. Entre los meses
de abril y noviembre el departamento encargado de la gestión de los residuos
sólidos del valle de Salinas envía al vertedero entre dos y cuatro toneladas
de verduras recién recogidas del campo. Y esta es solo una de las muchas
plantas de transferencia de residuos que hay en los valles agrícolas de
California.
La Organización de las Naciones
Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), que lleva la cuenta de lo
que se produce y consume en el planeta, calcula que cada año una tercera parte
de la producción mundial de alimentos para consumo humano se pierde o
desperdicia en la cadena que se inicia en las explotaciones agropecuarias,
pasa por las plantas de procesado, los mercados al por mayor y los comercios
minoristas, y llega a los negocios de restauración y a la cocina de nuestros
hogares. Todo esto significa 1.300 millones de toneladas anuales, suficientes
para alimentar a 3.000 millones de personas.
El desperdicio alimentario se
produce en distintos lugares y por distintos motivos. En general los países
industrializados pierden más comida en las fases de comercialización y consumo,
mientras que en las naciones en vías de desarrollo, que con frecuencia carecen
de las infraestructuras necesarias para hacer llegar todo el alimento en buen
estado a los consumidores, la mayor parte de las pérdidas tiene lugar en las
fases de producción, postcosecha y procesado.
Pensemos en África, por ejemplo.
A causa de los deficientes sistemas de almacenamiento y transporte, entre el 10
y el 20% de los cereales subsaharianos sucumben a enemigos como el moho, los
insectos y los roedores. Hablamos de alimentos por valor de 3.000 millones de
euros, suficientes para alimentar a 48 millones de bocas durante un año entero.
Sin sistemas de refrigeración, los productos lácteos se agrian y el pescado se
pudre. Sin la capacidad de encurtir, enlatar, curar o embotellar, los
excedentes de los productos perecederos (ocra, mango, col…) no se pueden
transformar en alimentos duraderos, de larga conservación. Las deficiencias
viarias y ferroviarias lentifican el viaje del tomate del campo al mercado; la
fruta mal envasada acaba hecha papilla; las verduras se mustian y se pudren por
falta de sombra y fresco. En la India, que afronta problemas similares, se
desaprovecha entre un 35 y un 40% de las frutas y verduras.
En los países desarrollados, la
hipereficiencia de las prácticas agrícolas, la omnipresente refrigeración y la
calidad de los transportes, del almacenamiento y de las comunicaciones
garantizan que la mayor parte de los alimentos que producimos llegue a los
puntos de venta (pese a los montones desechados del vertedero de la Sun
Street). Pero a partir de ese punto las cosas empeoran. Según la FAO, los
países industrializados tiran 670 millones de toneladas de comida al año, una
cantidad casi igual a la producción neta de alimentos del África subsahariana.
Se desperdician calorías en los
restaurantes que sirven raciones desproporcionadas u opíparos bufés, cuyos
empleados tiran todo a la basura en cuanto llega la hora de cerrar, aunque no
haya estado ni cinco minutos en el mostrador. Los comercios de alimentación
estadounidenses dejan de vender 19 millones de toneladas de comida al año,
aunque hacen lo posible para que no se sepa. Los encargados adquieren por
sistema más mercancía de la necesaria, por miedo a quedarse sin existencias de
algún producto en concreto. Estantes enteros de guisantes en perfecto estado
terminan en el contenedor para hacer sitio a nuevas remesas de guisantes
idénticos. La cadena británica de supermercados Tesco, que en los últimos años
se ha comprometido públicamente a reducir el desperdicio alimentario, reconoció
haber desechado más de 50.000 toneladas de comida en sus establecimientos del
Reino Unido durante el último año fiscal.
Los consumidores también tenemos
nuestra parte de culpa: compramos de más porque en cada esquina tenemos la
posibilidad de adquirir comida relativamente barata y presentada en envases
seductores; no la almacenamos adecuadamente; nos tomamos al pie de la letra la
«fecha de consumo preferente», cuando en realidad ese etiquetado informa del
punto máximo de frescura del producto y tiene poco que ver con la seguridad
alimentaria; olvidamos las sobras en el fondo de la nevera, no pedimos que nos
envuelvan para llevar la comida que no nos hemos acabado en el restaurante y
sufrimos mínimas o nulas consecuencias cuando tiramos a la basura una ración
que hemos dejado a medias.
Da lo mismo dónde se produzca el
desperdicio alimentario: cada plato de comida desaprovechado es un plato que no
nutrirá a nadie. Una familia estadounidense de cuatro miembros desecha un
promedio de 1.000 euros al año en comida. Despilfarrar comida es también
despilfarrar las ingentes cantidades de combustible, productos agroquímicos,
agua, tierra y mano de obra invertidos en su producción. En 2007, por ejemplo,
la ocupación mundial del suelo destinado a producir unas cosechas que nadie se
comería fue de 1.400 millones de hectáreas, la superficie de Canadá y la India.
Pero el coste medioambiental va más allá. El destino final de los desperdicios
suelen ser los vertederos, donde, sepultados sin aire, generan metano, un gas
de efecto invernadero mucho más potente que el dióxido de carbono. Solo Estados
Unidos y China emiten a la atmósfera mayor cantidad de gases de efecto
invernadero que lo que supone el desperdicio de alimentos.
Comernos lo que producimos parece
lo más lógico, un requisito indispensable para un sistema alimentario
sostenible. Pero la implacable economía tiene querencia por obstaculizar las
soluciones sencillas. Es evidente que cuantos más yogures desechen los
consumidores al leer la fecha de consumo preferente, más yogures nuevos se venderán.
Para los supermercados, quizá tenga más sentido tirar al contenedor el
excedente de manzanas que rebajar su precio, ya que eso minaría las ventas de
las no rebajadas. Por no quedarse cortos en sus contratos con los
supermercados, los grandes productores comerciales plantan por norma general
alrededor de un 10 % más de lo necesario. Los agricultores también dejan sin
recolectar parcelas enteras de frutas o verduras por miedo a saturar el mercado
y hundir los precios. A veces el coste de la mano de obra para recoger una
cosecha supera su valor de mercado, por lo que a menudo se ara sobre el
cultivo. Sí, los avances tecnológicos aportan más alimentos que nunca a los
mercados, pero la abundancia resultante –que mantiene los precios bajos– no
hace sino fomentar aún más el desperdicio. Como me dijo un granjero de Virginia
ante las más de 25 hectáreas de brécol que no iba a cosechar: «Aunque pudiese
poner toda esta comida en los puntos de venta, ¿cree que hay bocas suficientes
para comérsela antes de que empiece a pudrirse?».
Si hay algo positivo en las
escandalosas cifras del desperdicio de alimentos a escala mundial es que
ofrecen infinitas oportunidades de mejorar. Por poner un ejemplo, en los países
en vías de desarrollo hay organizaciones de cooperación que proporcionan a los
pequeños agricultores recipientes de almacenaje y sacos multicapa para el
grano, herramientas de desecado y conservación de frutas y verduras, así como
equipos sencillos para refrigerar y envasar los productos. Todo ello se traduce
en una reducción de pérdidas que en el caso de los tomates afganos, por
ejemplo, oscila entre 50 y 5 %.
Los agricultores también están
aprendiendo a conservar o envasar las cosechas para poder almacenarlas más
tiempo. «Los granjeros del África oriental con quienes trabajamos nunca habían
tenido excedentes: en un trimestre consumían todo lo que producían –explica
Stephanie Hanson, vicepresidenta sénior de políticas y colaboraciones de la ONG
One Acre Fund–. Ahora que pueden cultivar más comida, necesitan aprender nuevas
técnicas de almacenaje.» Cuando la FAO entregó 18.000 pequeños silos metálicos
a los agricultores afganos, la pérdida de cereales y legumbres pasó del 15 o 20
% a menos del 2 %. Ensilar estos productos abre además las puertas a los
agricultores a venderlos a precios que duplican o triplican los del momento de
la cosecha, cuando el mercado está saturado.
En Estados Unidos, el interés de
los medios, las autoridades y los grupos ecologistas por el fenómeno del
despilfarro de comida ha llevado a un número creciente de restaurantes a
implantar sistemas de medición de lo que desechan, el paso primero y
fundamental hacia la reducción del desperdicio alimentario. En otros países,
algunos restaurantes incluso han ensayado medidas como prohibir a los clientes
dejar comida en el plato o cobrarles una penalización.
Ascendiendo en la cadena
alimentaria, los hortofruticultores cooperan con las productoras y envasadoras
de zumos para desarrollar más mercados secundarios en los que aprovechar la
fruta imperfecta. También hay innovaciones para desperdiciar menos huevos.
Hay otras «soluciones» en el
horizonte. En el Reino Unido, cuyo Gobierno ha hecho de la reducción del
desperdicio de comida una prioridad nacional, un colectivo ciudadano llamado
Feeding the 5000 recoge en explotaciones agropecuarias y plantas envasadoras
los productos de alta calidad que rechazan los supermercados y los utiliza para
preparar comidas con las que agasaja a 5.000 afortunados comensales, totalmente
gratis, como una forma de concienciar al público y celebrar soluciones
creativas. Tristram Stuart, autor de Despilfarro: El escándalo global de la
comida y fundador de Feeding the 5000, propugna que los establecimientos de
alimentación rebajen el precio de los productos que estén a punto de caducar,
que compartan equitativamente con los proveedores el coste de adquirir
demasiadas existencias, y que procesadores y comerciantes publiquen cuántas
toneladas de alimento desperdician. En respuesta al reto, Tesco ha reducido su
gama de panes, ha retirado las fechas de «a la venta hasta» de las frutas y
hortalizas, ha colgado los plátanos en hamacas protectoras y ha empezado a
comprar más fruta directamente a los productores, lo que alarga su duración.
Una iniciativa más reciente de
Stuart, «The Pig Idea», presiona a los Gobiernos de la Unión Europea para que
levanten la prohibición de alimentar a los cerdos con comida desechada,
implantada a raíz de un brote de fiebre aftosa en 2001 en el Reino Unido que se
vinculó con el consumo de sobras crudas. Stuart alega que recoger y esterilizar
los alimentos que desechan los comercios reduciría los costes de engorde
soportados por los ganaderos, protegería vastas extensiones de selva tropical
–que se talan para cultivar la soja de los piensos porcinos– y ahorraría a los
negocios el gasto de deshacerse de los desperdicios. Según el Programa de
Naciones Unidas para el Medio Ambiente, cebar ganado con la comida que hoy
desechamos liberaría en todo el mundo cereales suficientes para alimentar a
3.000 millones de personas.
Utilizar nuestros excedentes para
alimentar a los animales tiene lógica, tanto desde el punto de vista económico
como ecológico. Pero el mejor destino de la comida sobrante es, huelga decirlo,
dar de comer a los 842 millones de bocas hambrientas que hay en todo el planeta.
En Estados Unidos 49 millones de personas están oficialmente en situación de
inseguridad alimentaria, es decir, que no siempre saben de dónde saldrá el
siguiente plato que comerán. La organización benéfica Feeding America estima
que en 2014 habrá repartido casi dos millones de toneladas de alimentos, la
mayoría de ellos donados por fabricantes, supermercados, grandes productores y
el Gobierno federal. También hay grupos de voluntarios de una red de
«espigadores» que peinan los campos ya cosechados para recoger millones de
kilos de productos que luego ceden a bancos y dispensarios de alimentos y a
comedores benéficos. Y en algunas grandes explotaciones californianas se ha
implantado un programa llamado Recogida Simultánea: los jornaleros distribuyen
el producto en cajones diferentes: uno para las unidades ideales, que se
comercializan, y otro para las que tienen defectos, que se destinan a bancos de
alimentos.
El primer paso para reducir el
desperdicio alimentario es que la opinión pública reconozca el problema. La
mayoría cierra los ojos a él. Pero poco a poco empiezan a cambiar las actitudes
a medida que se encarecen los alimentos, y a medida que nos vamos concienciando
de que el cambio climático se traducirá en menores cifras de producción
alimentaria y de que debemos arrancar cada vez más calorías –de manera
sostenible– a unas tierras que ya estamos cultivando.
Tener comida de sobra podría
parecer un problema maravilloso propio del Primer Mundo, pero colmar las
cornucopias de una superabundancia que desde el principio se sabe está
destinada al vertedero es algo que el mundo no puede soportar un minuto más. Es
demasiado caro y está destruyendo el planeta mientras millones de personas
pasan hambre. «El desperdicio de comida es un problema ridículo –reconoce Nick
Nuttall, del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente–, pero todo el
mundo adora los problemas ridículos porque saben que pueden hacer algo al
respecto.»
http://www.nationalgeographic.com.es/
Por Elizabeth Royte
Foto:
clubdarwin.net / site.adital.com.br / ecoportal.net / ecointeligencia.com
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