Eduardo Gudynas
Investigador en
CLAES
- Centro Latino
Americano de Ecología Social.
Cada
presidente recibió una copia de ese informe. También los ministros y otros
miembros de las delegaciones oficiales. Fue en la última cumbre Iberoamericana,
celebrada en noviembre de 2009, en Portugal. El título era impactante: “Innovar
para crecer: desafíos y oportunidades para el desarrollo sostenible e inclusivo
en Iberoamérica”, y fue preparado conjuntamente por la CEPAL y Secretaría
General Iberoamericana.
La fecha de
presentación de ese reporte no es una cuestión menor: en el ocaso del año 2009,
la crisis global ya llevaba casi unos dos años sobre sus espaldas, dejando en
claro la debilidad de los análisis económicos minimalistas, obsesionados con el
mercado, y desentendidos del Estado. Son tiempos de renovación en el
pensamiento económico. Tampoco debe pasar desapercibido el subtítulo donde hay
un llamado al desarrollo sostenible, y por lo tanto necesariamente debe
incorporarse la dimensión ambiental, y a ello se sumaría la inclusión social.
Entusiasma la esperanza de encontrar en ese reporte novedades en el terreno de
la justicia social y ambiental.
El objetivo
de ese documento tampoco es menor: la CEPAL presenta a los presidentes y sus
ministros sus propuestas y proyectos sobre cómo deberían ser los próximos pasos
a seguir en América Latina.
Bajo estas
circunstancias tan favorables, un lector sudamericano esperaría encontrar
varias secciones dedicadas a la renovación del desarrollo rural, el papel de la
agropecuaria, un abordaje de la sustentabilidad ambiental en la agricultura y
la ganadería, las opciones que ofrecen los nuevos mercados de alimentos sanos,
los potenciales de la agricultura para generar empleo o sobre cómo reducir la
pobreza en el medio rural. Como hay varios gobiernos que hacen una apuesta
fuerte a fortalecer y asistir al campesinado, se esperaría que esa sensibilidad
sea profundizada en este reporte. Y así sucesivamente, hay una larga lista de
temas en desarrollo rural que podrían encararse desde una perspectiva ambiental
y social.
El problema
es que cuando se lee el reporte “Innovar para crecer” hay poca innovación. En
el caso específico del desarrollo rural, un examen de los contenidos en esas
páginas muestra que se vuelve a caer en las posturas más convencionales y
previsibles de la agroindustria y la biotecnología. No sólo eso, sino que el
campesinado o la pequeña agricultura no aparecen como un elemento de
relevancia, ni están listados entre las opciones que se ofrecen para generar la
“innovación” o el “crecimiento”. En otras palabras: si se espera encontrar
aportes sobre sustentabilidad de la agropecuaria, inclusión social rural, o un
relanzamiento del desarrollo rural, este reporte de CEPAL no colmará sus
expectativas.
Frente a
esta situación, y a estas alturas, quedan en evidencia varios problemas. Por un
lado, las cuestiones del desarrollo rural en su amplio sentido siguen
languideciendo, y son reemplazadas por recetas sectoriales muy precisas, casi
siempre vinculadas a la agroindustria y la exportación de productos
agroalimentarios. No se aborda de manera integral y en todos sus componentes la
producción agropecuaria y sus vínculos con el entramado social rural, sino que
se atienden cuestiones específicas, tales como el uso de transgénicos en el
cultivo de algunos granos y su comercialización. Las viejas metas de la agropecuaria,
como la de asegurar la alimentación dentro de fronteras, es reemplazada por
indicadores de exportación.
Por otro
lado, las alternativas que se promueven desde varias agencias tienen poco de
“alternativo”, y son tan convencionales que casi no sirven como fermento para
disparar discusiones o reflexiones. Veamos un ejemplo: la apuesta a la
biotecnología y los transgénicos ya tiene varios años a cuestas. A pesar de las
promesas de las empresas y los centros biotecnológicos que las fomentan,
seguimos en la primera generación de semillas, que son resistentes a herbicidas
o generan tóxicos contra insectos (como la soja resistente al herbicida
glifosato). En casos como la diseminación de malezas resistentes al glifosato
en varias zonas sudamericanas, queda en claro las serias limitaciones de esa
estrategia de producción. Pero en vez de reconocer ese fracaso, sus promotores
empresariales pasan a ahora a redoblar la apuesta simplemente planteando
suplantar glifosato por glufosinato para evitar esas resistencias. O sea, que
la “innovación” biotecnológica es simplemente pasar de un herbicida a otro.
Como en los viejos tiempos con los agroquímicos convencionales.
Situaciones
como esta dejan en claro que bajo esa perspectiva no se avanza mucho hacia
estrategias alternativas, ni son muy efectivas en desencadenar debates que
alimenten nuevas ideas. Podría decirse que esta situación es apenas un problema
de la CEPAL, el IICA y otras organizaciones, mientras que bajo los gobiernos
progresistas la situación es otra, y efectivamente se están ensayando
alternativas agropecuarias. Sin embargo allí tampoco hay muchas novedades. Más
allá de las diferencias que se observan en ese heterogéneo conjunto, donde por
ejemplo en Bolivia se invoca el protagonismo campesino mientras que en Brasil
se financian a las grandes empresas agroexportadoras, lo cierto es que en todos
los casos se mantienen las estrategias de maximizar la producción para
orientarla a la exportación.
En efecto, a
pesar de la feroz crisis global, los gobiernos sudamericanos, incluyendo los de
la nueva izquierda, coinciden en volver a apostar al estilo agroexportador.
Siguiendo ese camino persisten en su papel de proveedores de materias primas,
de competir con los países vecinos en ofrecer más o menos los mismos productos
agropecuarios, y en reclamar la liberalización comercial extrema en el seno de
la Organización Mundial de Comercio, tal como hacen Lula da Silva de Brasil o
la argentina Cristina Fernández de Kirchner.
Surgen así
otros puntos llamativos: ¿Por qué no ha tenido lugar una discusión más profunda
sobre el desarrollo rural sudamericano bajo este contexto de crisis? ¿Por qué
la izquierda gobernante parece olvidar sus cuestionamientos del pasado y ahora
se conforma con las economías de enclave y la primarización de sus
exportaciones? ¿Por qué no se han potenciado ensayos económicos alternativos?
¿Por qué no se ha revitalizado la integración regional hacia la coordinación,
por ejemplo, de la producción agropecuaria? Y así sucesivamente.
La respuesta
apunta a que esos gobiernos también insisten en promover un modelo productivo
intensivo, maquinizado, fragmentado entre proveedores de servicios, y que se
parece cada vez más a una cuestión de logística. La necesidad de aumentar las
exportaciones y los flujos de inversión privada están por detrás de esas
tendencias. Los excedentes del comercio exterior alimentan los presupuestos
estatales, y la inversión privada se orienta hacia los proveedores de mercados
globales, donde consiguen mayores rentabilidades, y no muestran mucho interés
en solucionar la seguridad alimentaria interna. La ausencia de un debate sobre
otros aspectos de la estrategias productivas rurales ya no interesan mucho a
los políticos ni a la academia, y la opinión pública, mayoritariamente urbana,
muestra desinterés por esas cuestiones. Este tipo de factores explica tanto la
ausencia del desarrollo rural en informes como la CEPAL, como la falta de una
avalancha de críticas por ese olvido.
Entretanto,
buena parte del campesinado está al margen de estos cambios, mientras que para
los pequeños productores esto significa que algunos pocos puedan ingresar en
ese circuito, en casi todos los casos cediendo el control sobre sus predios,
mientras que otros son excluidos, y se agravan sus problemas de rentabilidad y
permanencia en el campo.
Contextos de
este tipo no aparecen en el reporte de CEPAL citado al inicio de este artículo.
El problema es que bajo estas tendencias, los campesinos corren el riesgo de
perder su papel de “productor rural”. En tanto los gobiernos dejan atrás las
cuestiones del desarrollo rural como un campo amplio y abarcador, una visión
economicista y mercantil los lleva a concluir que esos campesinos que no se
“enganchan” en los agronegocios, son económicamente inviables. Los dan por perdidos,
y entonces dejan de ser un problema para los ministerios de agricultura, ya no
son “productores rurales”, y pasan a ser una cuestión “social”. Las agencias de
asistencia social y los programas de bonos y compensaciones deberán lidiar con
ellos.
Más allá de
las intenciones (que pueden ser muy buenas en muchos casos), varias acciones
gubernamentales insisten en intentar convertir a los pequeños agricultores y
campesinos en unidades productivas de tipo comercial, que sean viables por sí
mismas, y acopladas a cadenas de producción propias del capitalismo
contemporáneo. Por ejemplo, creando mercados de tierras y dando préstamos para
comprarlas, ofreciendo créditos blandos o subsidiando la compra de insumos,
dinero para proyectos productivos o infraestructura, etc. El abordaje es
comercial, y ven la viabilidad del campesino en la medida en que pueda ser
convertido en una “mini PYME”. De esta manera, el estilo de desarrollo de la
agricultura intensiva no está en entredicho, sino que el problema es como “incluir”
los pequeños productores y campesinos dentro de esa corriente.
Como los
gobiernos de izquierda no son insensibles a los dramas humanos, aquellos que
quedan marginalizados de esa tendencia, pasan a ser entendidos como un problema
social. Por lo tanto, la solución a su situación ya no está en la agropecuaria,
sino en la efectividad de los planes de ayuda, usualmente compensaciones
monetarias focalizadas. Y de esta manera, independientemente de las
intenciones, otra vez más vuelve a desvanecerse el campo del desarrollo rural.
El debate
sobre el desarrollo rural sigue languideciendo en América del Sur, pero sus
límites y posibilidades están cambiando bajo el nuevo contexto político. A
pesar de esos cambios, una vez más, persiste la necesidad de revitalizar y
profundizar los abordajes sobre el desarrollo rural en todas sus dimensiones, y
sin perder de vista su integralidad. De alguna manera, es necesario recomenzar
esas discusiones, pero adaptándolas a la nueva coyuntura política y económica
de América del Sur.